El domingo, el brasileño que amablemente vino a buscarme con su novia al aeropuerto me lleva en su coche hasta la que iba a ser mi casa, me ayuda con el equipaje y me presenta al propietario de la casa. Un chico muy majo, de 25 años con el que compartiré piso. Nada más dejar el equipaje y enseñarme la que iba a ser mi habitación, me dice que él va a ir a ver una obra de teatro en la que actúa una amiga suya, de Rio de Janeiro y me dice que a ver si me apetece. Me comenta que unos amigos suyos van a venir a buscarle y que vaya con ellos, que estará divertido.
Ni corto ni perezoso, acepto. Me lavo un poco y me dispongo a marchar con él, que habla bastante bien castellano. Lo que no me acordé en ese momento, que serían como las 19 en Belo Horizonte y las 22 en Bilbao, es que en ese momento estaba bajo el efecto de la cafeína de los múltiples cafés que me había ido tomando en los sucesivos vuelos que había cogido a lo largo del día, cafés que no eran todos los que me habían ofrecido ni mucho menos, pero que eran bastantes para mí.
Vienen a buscarnos una pareja en lo que aquí es un Mitsubishi Pajero, un mini Montero, más parecido a un Suzuki Vitara que al Pajero europeo. Muy majos, me preguntan nombre y procedencia mientras se presentan ellos también. A medida que vamos recorriendo la ciudad termino de entender por qué hay tantos todo terrenos, y es que las calles principales gozan de un asfalto malísimo, pero las no principales, están empedradas, que no adoquinadas. Es decir, en vez de poner piedras más o menos lisas para que los vehículos puedan circular, son cantos puestos a mala ostia, con una colección de baches que ya los quisiera el París Dakar. El resto del viaje se resume en conversaciones de las que no me entero, disfrutar del paisaje nocturno por la ventanilla y varios sustos, porque nosotros nos quejamos de los conductores portugueses, pero es porque no conocemos a los brasileños. No es que conduzcan mal, al contrario, son unos máquinas al volante, porque con la cantidad de pifias que hacen continuamente los de alrededor, realmente has de ser un hacha para no sufrir ni tú ni tu coche algún percance. De camino al teatro, bajando una de las infinitas cuestas que tiene la ciudad, me dejan ver de dónde viene el nombre de Belo Horizonte, y es que hay unas vistas increíbles en cuanto subes a uno de los muchos altos que hay en cualquier lugar. De foto, una pena no tener la cámara.
Cuando llegamos al teatro, me doy cuenta de que no tengo un puto duro. Claro, tengo algunos euros, pero ¿de qué me sirven? Mi compañero de piso me dice que no me preocupe, que me lo presta él. Me preguntan a ver si tengo tarjeta de estudiante y me digo a mí mismo, ¡YA! Como que va a servir de algo, ¡no sirve ni en España! Pues pese a mí escepticismo, la tarjeta de estudiante de la EHU/UPV sí sirve en Brasil. ¡Tocate los cojones!
Entramos y nos sentamos en un local pequeño pero muy bien preparado para el teatro. Se suceden una serie de pequeñas obras inteligibles para mí, y como más tarde descubriré también la de los autóctonos. Eran una locura detrás de otra pero bastante divertidas. Entre una obra y otra miro qué es lo que me han dado con la entrada, es un sobre con varios cromos, tipo los de fútbol que todo niño que se preciara tenía que coleccionar en su juventud. Alucinado descubro que todo el mundo tiene el álbum correspondiente para pegarlos. Consigo uno y hago lo que el resto.
Termina la obra y mientras espero a que los amigos de mi compañero de piso charlen, me empiezo a fijar en la gente. Y es que Brasil, o por lo menos Belo Horizonte, tiene una población de lo más fusionada. Hay brasileños de todas las razas y colores, desde la típica rubia de ojos azules, hasta el típico negro enorme y cachas, pasando por indios americanos y todas las combinaciones posibles que se te puedan pasar por la cabeza. Creo que esa es la razón de por qué las jóvenes brasileñas son tan guapas. Y es que no se qué pasa, porque las jóvenes son muy guapas, pero en cuanto pasan de los 30 parecen metamorfosearse...
Se terminan las conversaciones y nos vamos a cenar a una pizzería. Allí empiezo a degustar la comida brasileña y su maravillosa manera de mezclar la fruta con lo salado. Mi estómago deja de darme la murga, que llevaba un rato pidiéndome comida. Hablo como puedo con los comensales, y empiezo a fijarme en los maravillosos postes eléctricos que hay en todas las calles, plagados de cables que serían la pesadilla de cualquier chispas. Una vez lleno el estómago noto como mis párpados empiezan a intentar cerrarse. Entonces es cuando empiezo a entender el significado de cambio horario, ya que son cerca de las 12 de la noche en Belo Horizonte, las 5 del lunes en la península ibérica y yo me había levantado a las 4:15 del domingo. Me entra la modorra propia de no haber descansado en 24 horas y la ausencia de cafeína en el organismo. El fresco nocturno del invierno brasileño me ayuda a no golpear con la cabeza la mesa y agradezco cuando llega la vuelta a casa.
Cojo mi cama con ganas y mañana será otro día.
Vienen a buscarnos una pareja en lo que aquí es un Mitsubishi Pajero, un mini Montero, más parecido a un Suzuki Vitara que al Pajero europeo. Muy majos, me preguntan nombre y procedencia mientras se presentan ellos también. A medida que vamos recorriendo la ciudad termino de entender por qué hay tantos todo terrenos, y es que las calles principales gozan de un asfalto malísimo, pero las no principales, están empedradas, que no adoquinadas. Es decir, en vez de poner piedras más o menos lisas para que los vehículos puedan circular, son cantos puestos a mala ostia, con una colección de baches que ya los quisiera el París Dakar. El resto del viaje se resume en conversaciones de las que no me entero, disfrutar del paisaje nocturno por la ventanilla y varios sustos, porque nosotros nos quejamos de los conductores portugueses, pero es porque no conocemos a los brasileños. No es que conduzcan mal, al contrario, son unos máquinas al volante, porque con la cantidad de pifias que hacen continuamente los de alrededor, realmente has de ser un hacha para no sufrir ni tú ni tu coche algún percance. De camino al teatro, bajando una de las infinitas cuestas que tiene la ciudad, me dejan ver de dónde viene el nombre de Belo Horizonte, y es que hay unas vistas increíbles en cuanto subes a uno de los muchos altos que hay en cualquier lugar. De foto, una pena no tener la cámara.
Cuando llegamos al teatro, me doy cuenta de que no tengo un puto duro. Claro, tengo algunos euros, pero ¿de qué me sirven? Mi compañero de piso me dice que no me preocupe, que me lo presta él. Me preguntan a ver si tengo tarjeta de estudiante y me digo a mí mismo, ¡YA! Como que va a servir de algo, ¡no sirve ni en España! Pues pese a mí escepticismo, la tarjeta de estudiante de la EHU/UPV sí sirve en Brasil. ¡Tocate los cojones!
Entramos y nos sentamos en un local pequeño pero muy bien preparado para el teatro. Se suceden una serie de pequeñas obras inteligibles para mí, y como más tarde descubriré también la de los autóctonos. Eran una locura detrás de otra pero bastante divertidas. Entre una obra y otra miro qué es lo que me han dado con la entrada, es un sobre con varios cromos, tipo los de fútbol que todo niño que se preciara tenía que coleccionar en su juventud. Alucinado descubro que todo el mundo tiene el álbum correspondiente para pegarlos. Consigo uno y hago lo que el resto.
Termina la obra y mientras espero a que los amigos de mi compañero de piso charlen, me empiezo a fijar en la gente. Y es que Brasil, o por lo menos Belo Horizonte, tiene una población de lo más fusionada. Hay brasileños de todas las razas y colores, desde la típica rubia de ojos azules, hasta el típico negro enorme y cachas, pasando por indios americanos y todas las combinaciones posibles que se te puedan pasar por la cabeza. Creo que esa es la razón de por qué las jóvenes brasileñas son tan guapas. Y es que no se qué pasa, porque las jóvenes son muy guapas, pero en cuanto pasan de los 30 parecen metamorfosearse...
Se terminan las conversaciones y nos vamos a cenar a una pizzería. Allí empiezo a degustar la comida brasileña y su maravillosa manera de mezclar la fruta con lo salado. Mi estómago deja de darme la murga, que llevaba un rato pidiéndome comida. Hablo como puedo con los comensales, y empiezo a fijarme en los maravillosos postes eléctricos que hay en todas las calles, plagados de cables que serían la pesadilla de cualquier chispas. Una vez lleno el estómago noto como mis párpados empiezan a intentar cerrarse. Entonces es cuando empiezo a entender el significado de cambio horario, ya que son cerca de las 12 de la noche en Belo Horizonte, las 5 del lunes en la península ibérica y yo me había levantado a las 4:15 del domingo. Me entra la modorra propia de no haber descansado en 24 horas y la ausencia de cafeína en el organismo. El fresco nocturno del invierno brasileño me ayuda a no golpear con la cabeza la mesa y agradezco cuando llega la vuelta a casa.
Cojo mi cama con ganas y mañana será otro día.
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